Te odio porque te esfuerzas para que te odie. Porque si te odiara, me transformaría en uno de los tuyos.
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Terrible cosa es el odio. Terrible. Es difícil entender cómo es que algo así existe. El sentimiento de antipatía hacia otro, el desacuerdo sobre las cosas más fundamentales, el rencor hacia quién nos causó daño no es odio. El odio es mucho más que eso.
Odiar es lo contrario de amar, es desear (o incluso buscar) el mal ajeno. El odio produce satisfacción por las caídas, dificultades o sufrimientos de otro. ¿Cuántas veces nos hemos descubierto, horrorizados, alegrándonos por el mal ajeno? ¡Qué vergüenza! ¡Qué bajo! ¿Acaso no he deseado que las cosas salgan mal sólo para demostrar que yo tenía razón? ¿Acaso nunca me alegré de la desgracia de quien me hizo daño camuflándolo con eso de la “justicia divina”?
Pero el verdadero odio es aún más que eso. El odio, al igual que su antagonista el amor, es un acto de voluntad, un querer odiar, es consentir en actos y pensamientos abominables en que nos imaginamos la estruendosa caída de otro. El que odia lo hace libremente, de allí que el odio sea algo tan terrible.
Esta animadversión encuentra tierra fértil en la política y en la religión. Quizás por ello esa actitud casi sabia que algunos tienen de evitar discutir sobre aquellos temas. En política ese odio es evidente, inevitable dirán algunos. En cuanto a la fe, los mártires son un retrato de ese aborrecimiento que ya anunciaba el mismo Cristo: “…el mundo los odió porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14).
Nosotros los que tratamos de vivir nuestra fe, los que vemos en la política un verdadero servicio, nos esforzamos por no odiar. Nos esforzamos digo, porque a veces quienes se nos oponen hacen todo lo posible para que los odiemos, utilizando como armas predilectas la mentira y el engaño. ¡Qué difícil es no odiar a quienes recorren el mundo sembrando el error y la confusión!
Lo peor del odio no son sus consecuencias materiales; lo peor del odio es que engendra más odio. Poco importa si perdemos la vida (y los mártires pueden dar fe de ello) mientras mantengamos nuestro espíritu libre de toda animadversión. Es por ello que hay que estar atentos, no despistarse, porque dejarse llevar por el juego del aborrecimiento mutuo es muy fácil.
Si nos odian, ¡cuidado! No vaya a ser que nos dejemos arrastrar y terminemos convertidos en uno de ellos.
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Terrible cosa es el odio. Terrible. Es difícil entender cómo es que algo así existe. El sentimiento de antipatía hacia otro, el desacuerdo sobre las cosas más fundamentales, el rencor hacia quién nos causó daño no es odio. El odio es mucho más que eso.
Odiar es lo contrario de amar, es desear (o incluso buscar) el mal ajeno. El odio produce satisfacción por las caídas, dificultades o sufrimientos de otro. ¿Cuántas veces nos hemos descubierto, horrorizados, alegrándonos por el mal ajeno? ¡Qué vergüenza! ¡Qué bajo! ¿Acaso no he deseado que las cosas salgan mal sólo para demostrar que yo tenía razón? ¿Acaso nunca me alegré de la desgracia de quien me hizo daño camuflándolo con eso de la “justicia divina”?
Pero el verdadero odio es aún más que eso. El odio, al igual que su antagonista el amor, es un acto de voluntad, un querer odiar, es consentir en actos y pensamientos abominables en que nos imaginamos la estruendosa caída de otro. El que odia lo hace libremente, de allí que el odio sea algo tan terrible.
Esta animadversión encuentra tierra fértil en la política y en la religión. Quizás por ello esa actitud casi sabia que algunos tienen de evitar discutir sobre aquellos temas. En política ese odio es evidente, inevitable dirán algunos. En cuanto a la fe, los mártires son un retrato de ese aborrecimiento que ya anunciaba el mismo Cristo: “…el mundo los odió porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14).
Nosotros los que tratamos de vivir nuestra fe, los que vemos en la política un verdadero servicio, nos esforzamos por no odiar. Nos esforzamos digo, porque a veces quienes se nos oponen hacen todo lo posible para que los odiemos, utilizando como armas predilectas la mentira y el engaño. ¡Qué difícil es no odiar a quienes recorren el mundo sembrando el error y la confusión!
Lo peor del odio no son sus consecuencias materiales; lo peor del odio es que engendra más odio. Poco importa si perdemos la vida (y los mártires pueden dar fe de ello) mientras mantengamos nuestro espíritu libre de toda animadversión. Es por ello que hay que estar atentos, no despistarse, porque dejarse llevar por el juego del aborrecimiento mutuo es muy fácil.
Si nos odian, ¡cuidado! No vaya a ser que nos dejemos arrastrar y terminemos convertidos en uno de ellos.