Se levantó aquel día, con dificultad y desgano, esperando no encontrarse con su figura en el espejo. Se arrastró al baño y después de ducharse se miró como esperando que un milagro hubiera ocurrido en la noche. Pero no. Seguía siendo espantosamente horrible. Sus ojos grandes y hundidos, su chueca y enorme nariz y sus dientes colocados en forma aleatoria seguían en el mismo lugar y se veían peor que nunca. Trató de arreglar su escaso pelo sin éxito, y se marchó a la universidad cabizbajo, como intentando ocultar su rostro.
Se subió al autobús y, como de costumbre, se sentó en la primera fila. Estaba seguro que, de sentarse atrás, la gente se voltearía para mirarlo. Y él no se sentía capaz de soportar tanta humillación.
Llegó temprano. Todavía recordaba aquella vez que entró a la sala cuando ya había empezado la clase. El profesor se había interrumpido y le había dado la sensación que todo el mundo contemplaba su fealdad mientras avanzaba buscando un asiento. Recordaba su incapacidad de prestar la más mínima atención en esa clase. Tuvo la sensación que le seguían observando mientras él, con la cabeza gacha, simulaba tomar apuntes.
Después de un rato miró su reloj y empezó a angustiarse. La clase estaba a punto de terminar lo que significaba que venía la parte del día que más odiaba, la que mediaba entre una clase y la otra, cuando todos aprovechaban de hacer un poco de vida social mientras él buscaba algún pasillo desierto para pasearse aparentando estar hablando por celular.
No recordaba la última vez que alguien que no fuera de su familia lo llamara al celular. Prefería no pensar en ello ante el temor de descubrir que jamás había recibido una llamada a no ser que marcaran un número equivocado… hasta ahora. Contestó con temor. Era la voz de una niña que le parecía familiar. Al escuchar que ella pronunciaba su nombre cortó el teléfono en un reflejo irracional. Luego lo apagó. ¿Quién era ella? ¿Cómo sabía su nombre? ¿Y por qué lo llamaba a él? ¿Sería para burlarse? Probablemente era para invitarle a alguna de las tantas reuniones sociales que organizaban sus compañeros. De ser así, prefería no saberlo. No quería salir sólo para satisfacer las necesidades morbosas de sus compañeros, transformándose en la curiosidad de la noche.
Egresó y nunca envió su currículum. En casi todos los trabajos pedían que se acompañara una foto o, al menos, era necesaria una entrevista personal. Fue así como pasó sus últimos años solo, sin conocer a nadie, sin salir a la calle, escribiendo novelas de amor y soledad que enviaba por correo electrónico a la Editorial. Nunca fue a retirar un ejemplar de ninguna de sus novelas, aunque recibía puntualmente los dividendos que ellas le reportaban junto con las cartas de amor de cientos de admiradoras. “¡Ay de mí! Si me conocieran no me mandarían estas cartas tan comprometedoras”.
Ya anciano enfermó y el conserje del edificio llamó a una ambulancia. Al recobrar el conocimiento estaba en el hospital. Una enfermera, con una gran sonrisa en sus labios, lo saludó por su nombre. “¿Cómo es que sabe mi nombre?” Ella contestó: “Por sus novelas, soy una gran admiradora suya”. “Sí, pero… ¡¿cómo es que sabe que soy yo?!” Ella dijo: “Por la foto, en la contraportada. ¿Me daría su autógrafo?” “Sí… claro”, y comprendió que su soledad no era culpa del destino, sino que de sus propios y absurdos complejos.
Se subió al autobús y, como de costumbre, se sentó en la primera fila. Estaba seguro que, de sentarse atrás, la gente se voltearía para mirarlo. Y él no se sentía capaz de soportar tanta humillación.
Llegó temprano. Todavía recordaba aquella vez que entró a la sala cuando ya había empezado la clase. El profesor se había interrumpido y le había dado la sensación que todo el mundo contemplaba su fealdad mientras avanzaba buscando un asiento. Recordaba su incapacidad de prestar la más mínima atención en esa clase. Tuvo la sensación que le seguían observando mientras él, con la cabeza gacha, simulaba tomar apuntes.Después de un rato miró su reloj y empezó a angustiarse. La clase estaba a punto de terminar lo que significaba que venía la parte del día que más odiaba, la que mediaba entre una clase y la otra, cuando todos aprovechaban de hacer un poco de vida social mientras él buscaba algún pasillo desierto para pasearse aparentando estar hablando por celular.
No recordaba la última vez que alguien que no fuera de su familia lo llamara al celular. Prefería no pensar en ello ante el temor de descubrir que jamás había recibido una llamada a no ser que marcaran un número equivocado… hasta ahora. Contestó con temor. Era la voz de una niña que le parecía familiar. Al escuchar que ella pronunciaba su nombre cortó el teléfono en un reflejo irracional. Luego lo apagó. ¿Quién era ella? ¿Cómo sabía su nombre? ¿Y por qué lo llamaba a él? ¿Sería para burlarse? Probablemente era para invitarle a alguna de las tantas reuniones sociales que organizaban sus compañeros. De ser así, prefería no saberlo. No quería salir sólo para satisfacer las necesidades morbosas de sus compañeros, transformándose en la curiosidad de la noche.
Egresó y nunca envió su currículum. En casi todos los trabajos pedían que se acompañara una foto o, al menos, era necesaria una entrevista personal. Fue así como pasó sus últimos años solo, sin conocer a nadie, sin salir a la calle, escribiendo novelas de amor y soledad que enviaba por correo electrónico a la Editorial. Nunca fue a retirar un ejemplar de ninguna de sus novelas, aunque recibía puntualmente los dividendos que ellas le reportaban junto con las cartas de amor de cientos de admiradoras. “¡Ay de mí! Si me conocieran no me mandarían estas cartas tan comprometedoras”.
Ya anciano enfermó y el conserje del edificio llamó a una ambulancia. Al recobrar el conocimiento estaba en el hospital. Una enfermera, con una gran sonrisa en sus labios, lo saludó por su nombre. “¿Cómo es que sabe mi nombre?” Ella contestó: “Por sus novelas, soy una gran admiradora suya”. “Sí, pero… ¡¿cómo es que sabe que soy yo?!” Ella dijo: “Por la foto, en la contraportada. ¿Me daría su autógrafo?” “Sí… claro”, y comprendió que su soledad no era culpa del destino, sino que de sus propios y absurdos complejos.


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